Fray Luis Beltrán, el trabajador: desde el taller de El Plumerillo al Cerro de la Gloria

Fray Luis Beltrán, el trabajador: desde el taller de El Plumerillo al Cerro de la Gloria

¿A dónde está Beltrán? Allá, trabajando”. Era lógica la respuesta. Beltrán siempre estaba trabajando. “La fragua de la independencia”, “el Vulcano con sotana”, “el obrador de los pertrechos de guerra”, “el Arquímides de la patria”, serán solo algunas imágenes literarias e históricas que lo pintarán para siempre. “Nunca nadie hizo tanto con tan poco”; slogan de una vieja campaña política contemporánea, perfectamente le hubiera cabido a Beltrán.

En paralelo, lo hemos sostenido cientos de veces: si queremos hablar de cultura del trabajo y de la enorme proyección que la próspera industria metalúrgica mendocina ha tenido a lo largo de dos siglos, resulta imposible no ponderar a Fray Luis Beltrán como el indiscutido precursor de tan noble actividad metalmecánica. Y así como siempre expresamos que fue “Mendoza la que acunó la libertad” (nuestro canto vendimial nos lo recuerda frecuentemente), también digamos que fueron los talleres de El Plumerillo (Las Heras) que dirigió este fraile franciscano, los que dieron el fuego necesario a una guerra que de no haber contado con figuras como Beltrán hubiera sido imposible sobrellevar.

Afortunadamente “el día del trabajador metalúrgico” se conmemora el 7 de setiembre, fecha instaurada en honor al nacimiento de Fray José Luis Marcelo Beltrán allá por 1784.

Ese Beltrán, trabajador, sigue siendo un fiel custodio de Mendoza. No en vano, y para no olvidar, está en lo alto del emblemático “Cerro de la Gloria” cubriendo uno de sus frisos. Aquella obra inaugurada (12 de febrero de 1914) con motivo del 97º aniversario de la Batalla de Chacabuco realizada por el escultor uruguayo Manuel Ferrari recuerda permanentemente al Libertador rompiendo las cadenas, pero resalta hechos claramente referenciales y simbólicos para la Mendoza de ayer y siempre. En uno de los costados del monumento se pondera el histórico rol abnegado de la mujer mendocina; por otro lado, el relieve muestra al pueblo de Mendoza y su ejército, junto al legendario tropero Sosa partiendo al cruce libertador. Finalmente, la obra en otro de sus lados rinde honor al trabajo de ese tiempo, y ahí como insoslayable referencia muestra el taller del Fray Beltrán.

Beltrán, también carpintero y ebanista, dibujante, sastre, tornero y orfebre constructor de piezas inéditas en metal, artesano del vidrio, pirotécnico, talabartero, relojero, empírico arquitecto. Apasionado por la química, matemática, física y mecánica. Un genial inventor que admiraba a Da Vinci y que hasta de médico hacía.

El cura que se quedó sordo y ronco

Fray Luis Beltrán en el friso del Cerro de la Gloria, como lo imaginó Juan Ferrari.

Fray Luis Beltrán había quedado completamente sordo y arruinadas sus cuerdas vocales por impartir órdenes a los 700 operarios, organizados en 3 turnos diarios, que trabajaron durante los años de la campaña. Gritos, ordenes, indicaciones, retos, ajustes, “sobre los constantes ruidos aturdidores entre cien fraguas ardiendo, en medio de cien yunques que atronaban al aire a los golpes de martillo, de las limas y demás herramientas de la herrería y carpintería”, escribirá Damián Hudson.

No había descanso. Todos los días; mañana, tarde y noche. Se trabajaba a destajo porque si bien la guerra estaba latente, la fecha de la partida del ejército era un secreto de estado y solo se dilucidaría estratégicamente sobre los mismos días de la salida; por ende, todo debía estar “ahora” y rápido.

Toda la logística se hizo en ese taller. Pero pensemos solamente en cosas sumamente sencillas, básicas, hasta que parecerán insignificantes, aunque determinantes para un multitudinario ejército en campaña. Para tomar dimensión de la escala de producción en la que se tenía que trabajar pondremos ejemplos: herraduras para 1.600 caballos y 9.281 mulas, más las miles y miles de repuesto. Pensemos como mínimo en 50.ooo clavos y más de 600 martillos. Cientos de cepillos, rastrillos, azadones, sierras, palas, baldes, platos, vasos, agujas, tijeras y bisturíes para la enfermería, clavos finos para abrochar los 5.000 pares de “tamangos”. Estribos para las monturas de los caballos, aperos y 20.000 arandelas para sostener los cabezales de las riendas.

Agreguemos insumos construidos con algo más de complejidad, pero sin nombrar todavía la gran obra logística y armamentística de Fray Luis Beltrán; por ejemplo: 4.100 puntas para fusiles de bayonetas, 1.129 sables, 1.400 espadas, 3.000 pares de espuelas, 4.000 cuchillos de mano que podían llevar en la faja de la cintura, 500 lanzas largas para la caballería, 15.000 botones de metal para las chaquetas de los soldados, 300 ollas, 500 parrillas, 700 teteras grandes para calentar agua, 8.000 tapitas redondas para los 8.000 cuernos de vaca que se improvisaron como cantimploras (2 para cada soldado), 3.000 sunchos para las bordalesas que acarreadas por mulas llevaban agua, leche o vino.

De las hostias a las granadas

La historia dirá entonces que aquel hijo de un francés y una criolla sanjuanina había entrado al convento de la orden de San Francisco en Mendoza a los 16 años y una vez concluida su formación eclesiástica, será enviado a Chile. Es ahí donde tomó contacto con el ejército, los talleres, las armas, las herramientas y aflorará entonces su otra vocación y su verdadera misión.

En 1812 la circunstancia lo encontrará peleando al lado de José María Carrera en la derrota de los patriotas chilenos en Yerbas Buenas (27 de abril de 1813) ante una fuerza española seis veces superior. El traspié arrojó más de 200 muertos en las filas americanas.

Fue un verdadero desastre. Así quien había asistido al combate solo como capellán del ejército, terminó tirando balas, peleando cuerpo a cuerpo, batiéndose a cuchillo, curando heridos y recogiendo muertos.

Habría más todavía. Aquellos álgidos tiempos políticos chilenos que corrían estuvieron signados por la nueva derrota patriota en Rancagua (1 y 2 de octubre de 1814) permitiendo la reconquista española de Santiago de Chile, lo que hizo que cientos de personas involucradas en el proceso emancipador trasandino emigraran a Mendoza. Entre ellos, Bernardo O’Higgins y el fraile Beltrán.

Y será el mismo O’Higgins quien recomendó a San Martín al artillero Fray Beltrán.

San Martín rápidamente percibió la capacidad técnica y operativa de Beltrán. Lo nombró teniente segundo del tercer batallón de artillería, poniéndolo a cargo de todo el parque de maestranza del ejército libertador. Fue el 1 de marzo de 1815 su designación. En menos de dos años, considerando que el Ejército de Los Andes partirá al cruce andino en enero de 1817, pareciera que el cura Beltrán realizó un “milagro”.

Hombres y mujeres de hierro

Por su taller pasaba todo. Pero cuando decimos todo; era todo. Las mujeres que ayudaban a cada soldado a terminar de confeccionar sus propias camperas y sus botas después del entrenamiento militar obedecían a Beltrán y ocupaban parte de su taller.

José Antonio Álvarez Condarco, quien aprovechará el abundante salitre de los desiertos de Mendoza, creó un laboratorio que permitió obtener una calidad de pólvora superior a la habitual, y dependía directamente de Beltrán. Pero también, toda la extracción de las montañas cuyanas: plomo, azufre, plata y mercurio, imprescindible para la purificación de los metales, era girado inmediatamente al taller de El Plumerillo.

La fabricación de paños en el “molino del Estado” convertido en batán por la iniciativa de Andrés “el negro” Tejeda (inventor hasta de una maquina voladora a propulsión humana por pedido secreto de San Martín), donde se confeccionó toda la ropa para el ejército, las carpas, las bolsas, las mochilas, los morrales, etc., estaban en consonancia de lo que pedía y ordenaba Beltrán.

Si hasta Juan Isidro Zapata y Miguel Candia encargados por Paroissien de los cuerpos médicos del ejército consultaban y solicitaban a Beltrán las camillas, catres, botiquines e instrumental clínico para el uso diario y para el abastecimiento de aquel novedoso hospital móvil de campaña que atravesará Los Andes montado en 75 mulas y atendido por 47 hombres.

La armería de guerra específica que tenía como coordinador a Pedro Regalado de la Plaza dependía expresa y directamente además de Beltrán. Fue así que en tiempo record se fabricaron todas las municiones, se adaptaron los 22 cañones del ejército (2 obuses de 6 pulgadas, 7 cañones de batalla de 4 pulgadas, 9 cañones de montaña, 2 cañones de hierro y 2 cañones de 10 onzas). Se hicieron también 2.520 tiros de cañón. Los cañones obús pesaban más de 1.000 kilogramos y necesitaban 2 mulas y 10 hombres para trasladarlos “a la rastra”. Y fue Beltrán quien inventó “las zorras”, por aquellos carros rectangulares, bajitos y muy finos, que trasladaran los cañones para poder pasar por senderos montañosos de 50 centímetros y tirados por una mula.

Y más. Miles de cartuchos y granadas, más cuanto pertrecho de guerra fuera necesario. Se reparaban armas, se adecuaban morteros, se fabricaban bayonetas y pistolas. Como novedad, diseño un puente mecánico móvil para cruzar los pasos de aguas y quebradas, construido con maromas de 12 vetas resistentes, de 40 metros de largo, que se podía desplegar rápida y fácilmente para el cruce de hombres y animales. También transportaban dos anclas, para evitar que las piezas pesadas y la artillería, si se desbarrancaban por las abismales cortaderas de los cerros no se perdieran barranca abajo y pudieran ser rescatadas.

Y como si fuera poco, Beltrán siempre iba al frente. Él encabezaba la columna del ejército con 120 zapadores y baqueanos que abriendo el camino guiaban la marcha por los senderos colocando señales, puentes y pasarelas.

Triste, solitario y final

“Si los cañones necesitan alas, tendrán alas mi general”, le habría dicho a San Martín. Vaya uno a saber si la expresión fue cierta. Lo que fue real, es que los pesadísimos cañones pasaron las altas cumbres y dijeron presente en cada batalla.

Una consideración que lo pintará de cuerpo entero fue que tras la derrota de Cancha Rayada (16 de marzo de 1818) será Beltrán quien motivó a todos. Hasta al propio San Martín. El enemigo había destruido y conquistado prácticamente toda la artillería patriota. En algo más de dos semanas posteriores al traspié de Cancha Rayada, el ejército se recomponía y triunfaba en Maipú (5 de abril de 1818). Pareciera otro “milagro” de Beltrán: fabricó cartuchos, bombas, balas y 17 nuevos cañones, además de reparar otros 5 reconquistados, ayudando directamente al triunfo que sellará la independencia chilena.

Instaló su taller en Valparaíso. Siguió a San Martín a Perú. Llevó su taller a Lima. Lo trasladó a Trujillo. Pero ya sin su referente San Martín, tras la entrevista de Guayaquil, Bolivar en medio de una discusión lo ofendió públicamente y lo destituyó de su cargo.

Beltrán caerá en una aguda depresión, intentará suicidarse, vagará por las calles peruanas aturdido, desaliñado, sordo y casi sin hablar. Era el “hazme reír” de todos. Le gritaban “loco”.

Humillado volverá a Buenos Aires. Habrá otro “milagro” en su vida: alguien lo puso en un barco y pagó su pasaje.

Como premio una medallita

Muchas veces nosotros mismos somos injustos por desconocimiento u omisión con nuestras grandes mujeres y hombres. Pero ayer también lo fueron. Una de esas grandes injusticias fue con Beltrán. Solo recibió una medalla del gobierno argentino por su acción. Creo humildemente que Beltrán nunca hubiera reclamado nada más. En compensación San Martín lo llenó de elogios en todos lados y siempre.

Ya nuevamente en Buenos Aires gastará sus definitivos tiros. Su última acción será en la guerra contra Brasil destacándose en la batalla de Ituzaingó (20 de febrero de 1827).

Hasta ahí llegó. Volvió al convento franciscano y a las misas. Murió haciendo “penitencia” y fue enterrado con el atuendo de cura. Estaba solo. Tenía 43 años.

Su féretro fue llevado por Tomás Guido y Manuel Corvalán. Un muy justo homenaje sanmartiniano. Si San Martín tuvo buenos amigos, esos fueron Guido y Corvalán. Ellos, “sus hermanos” lo cargaron hasta la tumba.

Nunca se supo a ciencia cierta dónde nació Beltrán, ni nunca se encontró su tumba. Parece una película repetida en nuestra historia. Lamentablemente ese fue el triste derrotero del loco genial que trabajó incansablemente.

“Tengo 130 sables arrumbados” sostenía una proclama de San Martín al pueblo mendocino invitando a sumarse a la gesta a principios de 1815. Fue ahí cuando se incorporó Beltrán. El mismo que admiraba a Da Vinci y fue admirado por San Martín, quien reconoció como nadie que no hubo “milagro”. Hubo trabajo. En poco menos de dos años, esos escasos y oxidados 130 sables se transformaron en la potente artillería que liberó medio continente. Reitero, no fue un milagro; fue el trabajo de Beltrán.

Por Prof. Gustavo Capone

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