Una comparación del presente al pasado: una revisión que es tan obvia como escandalosa. Las dos caras de la moneda.
Uno se tienta de hacer comparaciones. Te la dejan picando. Hoy la comparación será al revés. Del presente al pasado. Y la revisión comparativa es tan obvia como escandalosa. El título de la nota me exime de profundizar sobre los hechos acaecidos. Un cúmulo de palabras define lo que las noticias nos muestran. Cuarenta por ciento de pobreza, inflación altísima, proceso electoral inminente, ostentación irritante, Marbella, yate, champán, carteras y relojes carísimos, y un cínico “viva la Pepa”. Lo dejo ahí. Es el presente. El del lector y el de los pocos (únicos) privilegiados, que hace rato dejaron de ser los niños.
La otra cara de la moneda es vieja. Viejísima. Pereciera increíble. Diametralmente opuesta a lo acaecido en “El bandido”. Pero arranco con una anécdota.
Elpidio González, vicepresidente de Marcelo T. de Alvear, le escribió una carta al por entonces presidente argentino – entre 1938 y 1942 – Roberto Marcelino Ortiz. Textual:
“Habiendo sido promulgada la Ley que concede una asignación vitalicia a los ex Presidentes y Vicepresidentes de la Nación, cúmpleme dejar constancia al señor Presidente, en su carácter de Jefe Supremo de la Nación, que tiene a su cargo la Administración General del País de mi decisión irrevocable de no acogerme a los beneficios de dicha Ley”.
“Entregado desde los albores de mi vida a las inquietudes de la Unión Cívica Radical, persiguiendo anhelos de bien público, jamás me puse a meditar, en la larga trayectoria recorrida, acerca de las contingencias adversas o beneficiosas que los acontecimientos podían depararme. No esperaba, pues, esta recompensa, ni la deseo y, al renunciarla, me complace comprobar que estoy de acuerdo con mis sentimientos más arraigados”.
“Confío en que, Dios mediante, he de poder sobrellevar la vida con mi trabajo, sin acogerme a la ayuda de la República por cuya grandeza he luchado y que, si alguna vez, he recogido amarguras y sinsabores me siento recompensado por la fortuna de haberlo dado todo por la felicidad de mi Patria. Saludo al Señor Presidente” (6 de octubre de 1938). Dentro de días se cumplirán 85 años de aquella misiva.
Elpidio González fue ministro de Yrigoyen en sus dos presidencias, diputado nacional, jefe de policías y vicepresidente durante la gestión de Alvear (1922 – 1928). Participó en la revolución radical de 1905 y fue un preso político por dos años tras el golpe de Estado de 1930. Estuvo detenido en el mismo barco con Yrigoyen y fue trasladado a la Penitenciaría Nacional en la isla Martín García. Cuando quedó libre, volvió a su viejo oficio de vendedor ambulante de anilinas, tinturas, pomadas y cordones de zapatos. Era un trabajador más en la histórica fabrica “Colibrí”. También regresó a su histórica morada en la Avenida de Mayo. Aquella pensión donde había vivido de joven, ya que le habían ejecutado la hipoteca que pesaba sobre su casa.
Era un radical de cuna. Rosarino. Nacido en 1875. Su padre fue el coronel Domingo González, soldado federal de “Chacho” Peñaloza, que participó en la revolución radical de 1893 en Rosario. Elpidio tenía 18 años en ese momento y actuó activamente junto a su padreen dicho levantamiento. Su madre: doña Serafina. Ella lo acompañó siempre. Cuando estudiante en Córdoba; en su estadía en Buenos Aires.
Compartiré una semblanza que demuestra lo humilde del vivir de la familia. Cuando Serafina murió, marchó sentado y solo, junto al cochero de la carroza fúnebre. No tenía “un mango” para contratar otro carruaje.
“Una leyenda política”
“Los memoriosos recuerdan aún esa figura casi patriarcal, pequeña y encorvada, de larga y canosa barba, que parecía de esos ancianos del Antiguo Testamento y que con su valija de corredor de anilinas recorría la ciudad para ganarse dignamente el pan. Era frecuente encontrarlo en la Avenida de Mayo y Chacabuco, en la desaparecida Confitería ‘La Victoria’. Se llamaba Elpidio González y era una leyenda política”. (Diego Barovero).
Ese era Elpidio González. Amigo desde 1911 de Germán Ortkras, dueño de la empresa “Anilinas Colibrí”. “Al verlo en tan mala situación económica, el amigo empresario le ofreció pagarle la jubilación correspondiente a vicepresidente de la República, a lo que Elpidio se negó enérgicamente. Sí, consintió en trabajar nuevamente para la empresa (tras salir de prisión), pero puso como condición no ganar más que sus compañeros”. (Adrián Pignatelli).
Las anécdotas afloran naturalmente con Elpidio. Según contaba Ramón Columba, por años taquígrafo y dibujante del Congreso de la Nación: “Él (Elpidio) me dijo, sentado en la Biblioteca del Congreso: mire Ramón, cuando Hipólito llegó a la presidencia (1916), yo tenía un patrimonio de 350.000$ (no era mucho; una casa y algunos ahorros). Hoy siendo ministro (de Interior en el segundo gobierno de Yrigoyen), tengo 65.000$, pero de deudas. Estoy fundido”. A los meses llegaría el golpe del ’30 y la cárcel.
Aquella carta y su contexto
Fue un político de raza; amigo de Yrigoyen y de Alvear. Le tocó lidiar contra el “régimen” opositor encarnado por los liberales y conservadores de su tiempo, pero también con el fuego virulento entre las pujas sangrientas de “personalistas” y “antipersonalistas”. Fue cabal, y su legitimidad se sostuvo en el ejemplo que emanaba de su accionar cotidiano. Rechazó el sueldo de vicepresidente sosteniendo que estaba mal cobrar por algo para lo que el pueblo lo había elegido y que, si posteriormente era reconocido por la ciudadanía ante la buena función cumplida, el prestigio y el honor eran más remunerativos que cualquier sueldo.
La historia también nos cuenta que, mientras las deudas se le acumulaban a González, estaba viviendo en una modesta pensión, viajando en tranvía (se enojaba cuando al ser reconocido no le querían cobrar el boleto) o que siendo vendedor ambulante en trenes tuvo que pedir al propietario de la pieza donde dormía unos días de gracia para poder pagar el alquiler atrasado. La plata no le alcanzaba ni para eso. La noticia corrió como “reguero de pólvora”, llegando los comentarios de su paupérrima situación hasta el presidente Agustín P. Justo. Enterado Justo de la contingencia, envió un emisario, su secretario personal, para entregarle un sobre cerrado a quien fuera vicepresidente. “De parte del presidente Justo le dejo este sobre. Le trasmito además el saludo del señor presidente”; habría dicho el mensajero. Eran unos miles de pesos y el ofrecimiento de un empleo en el Estado. González reaccionó molesto en su dignidad. “Por más buena voluntad que existiera, nunca aceptaría esta dadiva. Dígale, gracias. Pero que no me ofenda el señor presidente. Mientras tenga dos manos para trabajar, no necesitaré limosnas”. Honorable respuesta de Elpidio.
Lo cierto es que el diputado del Partido Conservador por Buenos Aires, Adrián Escobar, presentó un proyecto de Ley que fue aprobado por absoluta mayoría. Disponía una jubilación vitalicia para presidentes de 3.000$mensuales y para vicepresidentes, de 2.000$. En medio de los discursos y como argumento que daba fundamentación al proyecto, “se coló” entre los ejemplos, el caso del “pobre Elpidio González”. Enterado, se sintió ofendido. Es ahí donde se encuadra esas frases ya presentada en la nota que ustedes leen: “(…) Jamás me puse a meditar, en la larga trayectoria recorrida, acerca de las contingencias adversas o beneficiosas que los acontecimientos podían depararme. No esperaba, pues, esta recompensa, ni la deseo”.
Años más tarde, otro presidente argentino también renunciaría a la jubilación que le correspondía por haber ejercido la máxima magistratura: Arturo Illia.
Rubén Darío, el tranvía y la anécdota que lo encumbra
Elpidio, y uno más de sus tantos viajes en tranvía. Se sentó atrás, al lado de un joven que estaba leyendo un libro: “Canto de vida y esperanza”, de Rubén Darío.
“Buen libro”; le dijo Elpidio al muchacho. El joven abandonó su lectura; lo miraba incesantemente, mientras el vendedor ambulante y ex vicepresidente, acomodaba las pomadas y las tinturas en un maletín de cuero y ordenaba unas monedas en su ajada billetera. No cruzaron una sola palabra hasta que Elpidio se levantó de su asiento para bajarse en su habitual parada de Cerrito. “Señor González”, exclamó el circunstancial acompañante, y tomando coraje continuó: “Para mí, sería un honor que usted aceptara de mi parte este libro de Rubén Darío”. Elpidio lo miró agradecido. Como el abuelo emocionado que contempla a su nieto, y con la convicción y humildad de los grandes, expresó: “Un funcionario, aunque ya no lo sea, no acepta regalos, hijo. Gracias. Y, además, recuerdo bien a Rubén Darío; mejor que a los precios de las pomadas y de estos cordones”. Sonrió tímidamente, y recitó una estrofa del autor nicaragüense: “Y muy siglo diez y ocho, y muy antiguo, y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine ambiguo, y una sed de ilusiones infinita”. Después de recitar su estrofa, tras la parada, bajó del tranvía y se perdió en la historia, con toda la riqueza de su ética y digna pobreza guardada en un maletín viejo. Ese era Elpidio González. Un hombre que actualmente está prácticamente olvidado. Un espejo donde muchos deberían mirarse.
Tras seis meses internado en el Hospital Italiano, falleció el 18 de octubre de 1951. Fue velado en el Comité Nacional de la UCR. Sus restos descansan en el Panteón de los Caídos de la Revolución del ’90 en el Cementerio de la Recoleta, junto a Alem e Yrigoyen. En su testamento dejó constancia: “Anhelo ser enterrado con toda modestia. Suplico con amor de Dios, la limosna del hábito franciscano como mortaja y la plegaria de todos mis hermanos en perdón de mis pecados y en sufragio de mi alma”. Ese era Elpidio González. Un político de raza. Un vicepresidente de la República Argentina.
Gentileza por Prof. Gustavo Capone