Belgrano, una historia cruel: entre un cuadro y una canción

Belgrano, una historia cruel: entre un cuadro y una canción

El estoico patriota, el hombre acaudalado que murió pobre, el humanista que renunció a todos los honores.

Belgrano. La bandera, la escarapela, el intelectual, el soldado, el primer economista argentino, el periodista, el secretario del Consulado, el vocal de la Junta, el político en el Congreso de Tucumán, el ferviente cristiano, el precursor de la ecología, el americanista, el abanderado de la Universidad de Salamanca, el abogado, el amigo de San Martín, el fundador de la Escuela de Matemáticas, el testigo directo en la Revolución Francesa, el visionario que fomentó la formación náutica y las escuelas de oficios. El diplomático en Europa en tiempos del Congreso de Viena, el defensor de la agricultura, el traductor de George Washington, el promotor de una red vial que uniera las provincias y vinculara Buenos Aires con Santiago de Chile. El liberal, el estimulador del comercio regional, el defensor de “la ilustración” en debates con la encumbrada curia papal, el políglota, el que diseñó la escuela de dibujo y se anotó como alumno, el promotor de la educación gratuita y la incorporación de la mujer al sistema educativo. El admirador de Mozart, el lector de los pioneros socialistas utópicos, el guerrero, el amante.

Podríamos continuar con otras notas sustantivas vinculadas al accionar de Belgrano mezclando leyendas e históricos sucesos. Belgrano: el que se escapó a la Banda Oriental para no jurar fidelidad a Jorge III tras las invasiones inglesas; el vencedor de Tucumán y Salta; el líder que movilizó un pueblo en el heroico éxodo jujeño; el perdedor en Vilcapugio y el del mito en la derrota junto a “las niñas de Ayohuma”; el fundador de Mandisoví y Curuzú Cuatiá; el del fracaso de la expedición al Paraguay; el compañero de Pedro Ríos, “el Tambor de Tacuarí”; el de los fusilamientos; el del cuchillo en el “cogote” a Cisneros para que renunciara inmediatamente; el que fue procesado por la Junta Grande; el del fraternal abrazo en Yatasto; el que inspiró a Alberdi cuando compuso las bases constitucionales de 1853 al admirar su proclama de diciembre de 1810 al pueblo de las Misiones restituyendo los derechos y propiedades a los guaraníes. Siempre Belgrano. El de los sinceros y emotivos actos escolares y el de los mentirosos discursos que lo invocan estando muy lejos de su acción.

El cuadro de un héroe sin rostro

Los dibujos, retratos, medallas y emblemas fueron un instrumento cultural para afianzar la identidad. Mucho más, ante un pueblo (el de entonces) prácticamente analfabeto. Belgrano lo tenía claro. Sugirió la creación de muchos de esos símbolos. Pero su humildad pudo más. “Y en ese proceso, aun cuando tuvieron nuevos significados y funciones, los líderes de la gesta independentista encargaron rápidamente sus retratos después de sus primeros triunfos. Así lo hicieron José de San Martín, Nicolás Rodríguez Peña y buena parte de los oficiales del Ejército de los Andes, a partir de su primera victoria en Chacabuco en 1817. Belgrano no encargó ningún retrato luego de sus triunfos en Tucumán y Salta. Tampoco trajo retrato alguno a su regreso de Europa ni atesoró, ni hizo público ni escribió sobre retrato alguno en su profusa correspondencia”. (Laura Malosetti Costa, decana de Instituto Artes Mauricio Kagel y de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural – UNSAM. 2020).

François Casimir Carbonnier, pintor francés, fue el supuesto autor del emblemático retrato anónimo de cuerpo entero (algo inédito para su tiempo) de Belgrano que no tiene firma. Recién en 1944, el descendiente directo del creador de la bandera patria, Mario Belgrano, aproximó una justificación que probaría la autoría del artista francés. Habría sido pintado en Londres cuando Belgrano llegó a Europa comisionado para intentar allanar el camino de la paz con España y negociar con las potencias europeas el reconocimiento de la futura independencia y la instalación de otra forma de gobierno. Se desconoce quién lo trajo de Inglaterra a Buenos Aires.

Ya lo planteaba el prestigioso historiador Tulio Halperin Donghi, cuando en su ensayo “El enigma Belgrano” (Siglo XXI. 2014) lo definió: “el héroe sin rostro”, ya que no existió ni un retrato que permitía observarlo sin vacilación, a tal punto que su imagen fue catapultada erróneamente en los textos escolares cuando se lo signaba exclusivamente con la sintética cita de creador de la enseña nacional, subestimando su acción intelectual, su gestión pública y su conducta ética. En la pintura atribuida a Carbonnier aparecía (subjetiva e injustamente) un Belgrano distante, descomprometido, “acomodado” y hasta poco viril, convirtiéndolo en objeto de calumnias y chanzas, que nada tenían que ver con el corajudo luchador que enfrento no solo la batalla militar, sino también el desamparo ante el improperio de sus contemporáneos cuando muy pocos alzaron su voz para defenderlo. 

 “La Bandera idolatrada”

Pareciera que nuestros próceres están muriendo permanentemente. La amplia mayoría de nuestras fechas patrias se conmemoran desde el día de su muerte. Es por eso que nuestras efemérides reflejan mayoritariamente un carácter ambivalente. Nos muestran aristas que se desenvuelven, como en el caso del 20 de junio, desde la muerte al recordatorio de la creación de la bandera por un militar, lo que hace que ignoremos todas las facetas anteriormente nombradas de una vida brillante. Tan ingrata y desventurada fue la vida de Belgrano, como su acotada póstuma consideración.

La marcha de Chassaing es un clásico.

Nuestra “bandera idolatrada, la enseña que Belgrano nos legó”, como escribirá en su composición Juan Chassaing, nació para identificarnos. Si hasta en momentos pareciera que somos más hinchas de “la camiseta” argentina que de esa Bandera Argentina de Belgrano.

La Bandera es el máximo emblema que nos “argentiniza”, y está muy lejos de la manipulación que buscan los discursos “patrioteros” que tan solo persiguieron y persiguen sensibilizar un nacionalismo pésimamente entendido, e ignoran, lejos de interpretar a Belgrano, que la reivindicación de los símbolos es estructurar nuestra propia realidad social en torno a modelos y acciones comunes dignas de ser imitadas.

Belgrano, se convierte en un reflejo cabal de símbolo patrio (más allá de los que creó). Lamentablemente siempre desplegándose entre la aurora y la ingratitud. Víctima atroz de la grieta de la incomprensión. Para muestra “sobra un botón”; lo enterraron sin ningún tipo de reconocimiento, solo un desconocido diario (“El despertador teofilantrópico, místico y político”) dio cuenta de su deceso y su féretro fue cubierto con una humilde lápida de mármol sacada de la mesada de una cocina. Y hasta le robaron los dientes (aunque cueste creerlo) a sus restos cuando dos ministros de Roca (Joaquín V. González y Pablo Riccheri) profanaron en 1903 su tumba con motivo del cambio de lugar de sepultura.

Perdón Belgrano; su dignidad no merecía tamaña ofensa, pero tampoco corresponde tanto olvido presente. Fue él quien donará dinero de sus premios para hacer cuatro escuelas, y vaya el absurdo, algunas se construirán siglos después (la de Tarija, en Bolivia, durante 1974, Tucumán en 1998, Jujuy en 2004), mientras otra todavía espera la inauguración (Santiago del Estero). Una burla. Pero ese era, es y será Belgrano: el estoico patriota; el hombre acaudalado que murió pobre; el humanista que renunció a todos los honores, mientras pareciera que su vida se convertía en otra trágica ironía del destino argentino que se desenvolvió azarosamente, solamente, entre un cuadro de Carbonnier y una canción de Chassaing. Que injusticia.

 “Ay, Patria mía” fueron sus últimas palabras. Fue su adiós que pareciera fuera hoy.

Gentileza del Prof. Gustavo Capone

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